Tengo la puñetera costumbre de ver los telediarios. Y no porque
quiera estar informado, que para eso ya leo la prensa escrita, sino porque me
desahoga mucho poderles decir lo que pienso, y en su cara, a quienes aparecen
hablando en la pantalla. Sí, les hablo y les digo cuanto se me ocurre en ese
momento, sean periodistas presentadores, entrevistadores, redactores o
corresponsales, sean personas entrevistadas, personajes que ofrecen ruedas de
prensa o afectados, interesados y testigos de las noticias.
Suelo preguntarles con ironía y mala leche, suelo también
reprocharles conductas, comportamientos y actitudes, suelo interrumpirles e
increparles y reconozco que incluso a veces se me escapa algún insulto. Bueno,
a veces no, a diario y a montones, la verdad. Pero lo cierto es que después me quedo
mejor, mucho mejor. Es así. De manera que esos tres cuartos de hora que
coinciden más o menos con la comida de mediodía se han convertido para mí en
una especie de acto de pobre desagravio. Y es que hay tanto cinismo recogido y concentrado
en esos telediarios (un fiel reflejo de nuestra sociedad y solo eso) y tanta
cólera interina contenida en mi cabeza que basta con que empiece a escuchar la
sintonía para que se pongan en marcha los mecanismos de la reparación. Luego ya
todo funciona como un perfecto engranaje automatizado. Bankia. ¡Qué asco! ¡Será
posible! FMI. Delincuentes. Gobierno. ¡Una mierda! Prima de riesgo. ¿Pero qué
dices tú, ladrón? ¡Cabrones! Recibo de la luz. Y así sucesivamente.
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